Escribíamos hace ya algunos años, en referencia al dantesco espectáculo de aquel avión de Spanair que despegó hacia la muerte que, en general, los accidentes son imprevistos pero no imprevisibles y que como decía Ramón J. Sender “la conciencia del peligro es ya la mitad de la seguridad y de la salvación”.
De nuevo asistimos en nuestro país a una tragedia tan dolorosa como la de entonces, aun cuando el medio de transporte haya sido otro diferente, en este caso el tren.
Como entonces, la sociedad ha respondido muy emocionalmente ante este tipo de tragedias colectivas. Y, ¿cómo reacciona ante el suceso trágico cuando es individual? Generalmente, pasa como inadvertido a pesar de que en el cómputo anual de nuestro país, los accidentes de todo tipo, sumen un número de muertes, exagerada y obscenamente, superior al accidente de este tren cuyo maquinista, al parecer, alardeaba de su gusto por la velocidad.
Parece como si nuestra solidaridad solo brillase en las tragedias, desapareciendo hasta grotescamente de nuestra vida ordinaria muy alejada de la adhesión y la comprensión, únicos sentimientos que nos impulsarían a cuidarnos, a respaldarnos y a alentarnos mutuamente en una sociedad insolidaria por doquier.
Vivir de la emoción colectiva en un momento determinado no nos hace más solidarios de ninguna manera, quizá solo nos sirva para un efímero titular periodístico.
Si nos desprendemos de la noción atávica que tenemos del accidente –tarde o temprano se tiene que producir-, los accidentes tienen sus causas y sus previsiones de riesgo.
Si bien es cierto que en todos los accidentes aéreos y ferroviarios se suelen dar una concatenación de causas o una secuencia de fallos y que excepcionalmente se producen por un hecho aislado, no suelen ser los menos importantes aquellos que afectan a la planificación de la compañía por lo que respecta al número y la calidad de sus recursos que impidan su caos operativo y lo que nosotros denominamos, desde una visión del derecho laboral y de empresa, “la presión de rentabilidad económica sobre la línea de mando de la empresa”. ¿Hasta qué punto un comandante de una aeronave de una compañía inmersa en un proceso de déficit económico y de regulación de empleo puede decidir, libremente y con la suficiente autonomía, el cambio de un avión por otro?, nos preguntábamos entonces ante el fatal suceso del vuelo de Spanair, que de facto como tal empresa ha desaparecido ya.
Los accidentes no son casuales sino que se causan, se pueden evitar, de ahí la importancia que se estudien, diferenciándolas, las causas básicas y las causas inmediatas de los accidentes. Si, por ejemplo, se rebasa con creces el límite de velocidad recomendado –causa inmediata- es más probable que el accidente se produzca. Si no se utilizan correctamente los elementos relacionados con el control de velocidad - causa básica- también es posible que suceda el mismo.
Así pues, es fundamental descubrir investigando por qué tal o cual operación no se ha realizado convenientemente y con el tiempo requerido (bien por ganar tiempo, bien porque era más costoso…). Si sólo se actúa sobre la causa inmediata y no se localizan y eliminan las causas básicas, los accidentes volverán a producirse y , de hecho, por desgracia así ocurre y volverá a ocurrir en el futuro. Hay que significar que las causas básicas se relacionan directamente con los factores personales –capacidad, motivación, ahorro de tiempo- y del trabajo –normas de trabajo insuficientes, mantenimiento inadecuado de máquinas y aparatos, etc.-.
De ser cierto como señalan algunos medios de comunicación que el maquinista del tren de Santiago se jactaba en 2012 de la velocidad en Facebook, escribiendo frívolamente frases como: “qué gozada sería ir en paralelo con la guardia civil y pasarles haciendo saltar el radar je je, menuda multa para Renfe je je”, es obvio que los responsables de la empresa debieran al menos haber controlado que en no pocas ocasiones lo privado se relaciona con el trabajo y no es admisible aceptar que el maquinista se confiara y se despistara en una curva pronunciada y suficientemente conocida por un profesional que venía operando en esa línea desde junio de 2012, máxime, y a expensas de lo que finalmente nos diga la caja negra del tren, cuando el mismo admitiera en conversaciones mantenidas minutos después del descarrilamiento que entró en la curva a 190 kilómetro por hora y comentara: “descarrilé, qué le voy a hacer”.
Se abre pues en este caso la posible trascendencia negligente del maquinista y la calificación jurídica de su imprudencia que pudiera ir más allá de su imprudencia profesional y configurar la existencia de una imprudencia temeraria, que en principio, tiene toda la apariencia de haberse configurado la misma pues su presunta actuación temeraria ha conllevado omitir la diligencia más elemental contraviniendo el fundamental principio de la acción preventiva: evitar el riesgo.
El que actúa temerariamente trabajando asume un riesgo no solo a todas luces innecesario sino manifiestamente grave, alejado, opuesto a una conducta normal de una persona. En este caso, el trabajador imprudente, de forma frívola, caprichosa y hasta consciente del riesgo que asume y del peligro que conlleva su actitud, desprecia la más mínima prudencia o previsión y asume voluntariamente el contravenir, por ejemplo, una orden específica y clara, tajante, de seguridad que ha recibido del empresario, en este caso, el tramo estaba limitado a 80 kilómetros por hora y era conocido hasta en demasía por el maquinista.
Obviamente, tal tipo de imprudencia temeraria no conlleva dolo pues el que actúa imprudentemente de tal manera no tiene en sí una intencionalidad de provocar un accidente sino que ignora por así decirlo las consecuencias del riesgo. Si el trabajador imprudente actuase dolosamente estaría cometiendo una acción consciente y racional con el objetivo último de conseguir un fin concreto, por ejemplo, hacer descarrilar al tren que ha causado la tragedia de Santiago, estaríamos entonces hablando de otras hipótesis envenenadas como aquellas del sabotaje.
A priori, la falta inexcusable del maquinista, con la creación de un peligro excesivo o anormal en el que asume un riesgo adicional con conciencia de la probabilidad del evento lesivo, resta, en este caso a Renfe, de una acción frente a la que no ha podido precaverse ni, en el ámbito de sus deberes de seguridad, podía adoptar medidas para evitar el resultado dañoso.
Con las premisas indicadas, pudiera que estuviésemos hablando de una imprudencia extra profesional del maquinista que nos recuerda a la actitud de aquel comandante del avión de Spanair cuando decidió despegar para no retrasar más el vuelo sin llevar a cabo el último y necesario check-list de despegue.
El error pudiera ser parte de la condición humana, la vanagloria de la velocidad es propia de los estúpidos.
Antonio Sánchez-Cervera
Doctor en Derecho
Inspector de Trabajo y Seguridad social excedente
Abogado